Cuadrado Negro, 1915

Devenir revolucionario. Sobre Kazimir Malévich

en Crítica Cultural

La cuestión central que de manera inevitable domina el pensamiento contemporáneo y cualquier reflexión sobre la vanguardia rusa es la pregunta por la relación entre revolución artística y revolución política. La vanguardia rusa ¿fue colaboradora o co-productora de la Revolución de Octubre? Y en caso de una respuesta afirmativa, ¿puede entonces la vanguardia rusa funcionar como inspiración y modelo para las prácticas del arte contemporáneo que tratan de cruzar las fronteras del mundo del arte, volverse políticas, cambiar las condiciones de existencia dominantes y ponerse al servicio de la revolución o al menos del cambio social y político?

Hoy, se concibe la función del arte básicamente de dos modos: 1) como crítica del sistema político, econó­mico y estético dominante y 2) como movilización de la audiencia hacia un cambio de este sistema a través de una promesa utópica. Ahora bien, si le damos un vistazo a la primera camada de la vanguardia rusa prerrevolucionaria no encontramos ninguno de estos aspectos en su práctica estética. Cuando hacemos crítica de algo, de algún modo tenemos que reproducirlo –y así presentar la crítica junto con su objeto. Pero la vanguardia rusa quería ser no-mimé­tica. Podría decirse que el arte suprematista de Malévich fue revolucionario pero no se podría decir que fue crítico. El sonido de la poesía de Alexei Kruchenykh también fue no-mimético y no-crítico. Ambas prácticas artísticas radi­cales de la vanguardia rusa también fueron no-participa­tivas porque escribir poesía sonora y pintar cuadrados y triángulos obviamente no son actividades particularmente atractivas para los grandes públicos. Estas actividades tam­poco podían movilizar a las masas para la revolución polí­tica por venir. De hecho, tal movilización podía alcanzarse solamente a través del uso de los medios masivos moder­nos y contemporáneos como la prensa, la radio, el cine –o, actualmente, la música pop y los diseños revolucionarios como los posters, los slogans, los mensajes de Twitter, etc. Durante la época prerrevolucionaria, los artistas de la van­guardia rusa obviamente no tenían acceso a estos medios, incluso si el escándalo que provocaban sus prácticas a veces era recogido por la prensa.

Habitualmente hablamos de la vanguardia revoluciona­ria rusa para referirnos a las prácticas artísticas de vanguar­dia que se daban en Rusia durante los años veinte. Pero de hecho esto es incorrecto, porque en los años veinte, la van­guardia rusa ya estaba –tanto en términos políticos como artísticos– en su fase posrrevolucionaria. Primero, la van­guardia ya había llegado más lejos que las prácticas artísti­cas surgidas antes de la Revolución de Octubre. Y segundo, ella se desarrolló en el marco del Estado soviético posrrevo­lucionario –formado después de la Revolución de Octubre y del fin de la guerra civil– y fue apoyada y controlada por ese Estado. Por lo tanto, uno no puede hablar de la vanguardia rusa en la época soviética como revolucionaria en el sentido habitual del término, porque el arte ruso de vanguardia no estaba dirigido contra el statu quo, contra las estructuras dominantes del poder político y económico. La vanguardia rusa del período soviético no fue crítica sino afirmativa en su actitud hacia el Estado soviético posrrevolucionario, ha­cia el statu quo posrrevolucionario. Básicamente, fue un arte conformista. Sin embargo, solo la vanguardia rusa pre­rrevolucionaria puede ser considerada hoy como relevante para la situación contemporánea –porque la situación con­temporánea obviamente no es análoga a la situación poste­rior a la revolución socialista. Por lo tanto, al hablar sobre el carácter revolucionario de la vanguardia rusa vamos a concentrarnos en la figura de Kazimir Malévich en tanto representante más radical de la fase prerrevolucionaria de la vanguardia rusa.

Como ya se dijo, uno no encuentra en el arte de la van­guardia prerrevolucionaria rusa, incluyendo el de Malévich, las características que tenderíamos a buscar cuando habla­mos hoy de arte comprometido políticamente; un arte que es capaz de movilizar a las masas para la revolución y de ayudar a cambiar el mundo. Por lo tanto, surge la sospe­cha de que el famoso Cuadrado negro está desvinculado de cualquier revolución social y política –lo que lleva a un ges­to artístico que finalmente tiene relevancia solo dentro del espacio artístico. Sin embargo, yo diría que si el Cuadrado negro de Malévich no constituyó un gesto revolucionario activo –en el sentido de que criticó el statu quo político o promocionó una revolución por venir–, fue revolucionario en un sentido mucho más profundo. Entonces, ¿qué es la re­volución? No es el proceso de construir una nueva sociedad –este es el objetivo del período posrrevolucionario–, sino la destrucción radical de la sociedad existente. Sin embargo, aceptar esta destrucción revolucionaria no es una opera­ción psicológica sencilla. Tendemos a resistir a las fuerzas de la destrucción radical, tendemos a ser comprensivos y nostálgicos con nuestro pasado y quizás aún más con nues­tro presente. Ahora bien, la vanguardia rusa –así como la vanguardia europea en general– fue la medicina más pode­rosa contra todo tipo de comprensión y nostalgia. Aceptó la destrucción total de todas las tradiciones de la cultura rusa y europea (tradiciones valoradas no solo por las clases educadas sino también por la población general).

El Cuadrado negro de Malévich constituye el gesto más radical de esta aceptación. Fue el anuncio de la muerte de toda nostalgia cultural, de todo apego sentimental a la cultura del pasado. El Cuadrado negro fue algo así como una ventana abierta a través de la cual el espíritu revolu­cionario de la destrucción radical podía entrar en el espacio de la cultura e incinerarlo. De hecho, un buen ejemplo de la actitud antinostálgica de Malévich se puede encontrar en su breve pero importante texto “Del museo”, de 1919. En ese momento, el nuevo gobierno soviético temía que los antiguos museos rusos y las colecciones de arte fueran destruidos por la guerra civil y el colapso general de las instituciones y la economía. El Partido Comunista respon­dió tratando de asegurar y proteger estas colecciones. En este texto, Malévich protesta contra esta política promuseo que viene del poder soviético y le pide al Estado que no in­tervenga a favor de las viejas colecciones de arte porque su destrucción podría abrir el camino hacia un arte verdadero y vital. Escribió puntualmente:

La vida sabe lo que hace y si aspira a la destrucción no hay que imperdírselo, porque obstaculizándola cortamos el camino a la nueva concepción de la vida que ha engendrado. (…)

Al quemar un cadáver obtenemos un gramo de polvo, por tanto millones de cementerios pueden caber en un anaquel de farmacia.

Podemos hacer una única concesión a los conservadores: dejar arder todas las épocas como un cuerpo muerto y montar una farmacia única.

Más adelante, da un ejemplo concreto de lo que propone:

El fin [de tal farmacia] será idéntico, incluso si se examina el polvo de Rubens y de todo su arte; nacerá una multitud de ideas en el cerebro del hombre, sin duda más vivas que la representa­ción verdadera.

Así, Malévich propone no atesorar, no guardar las co­sas que tienen que desaparecer, sino dejarlas ir sin sen­timentalismo ni remordimiento. Dejemos que los muertos entierren a sus muertos. Esta aceptación radical del traba­jo destructor del tiempo parece, a primera vista, nihilista. Malévich mismo describe su arte como basado en la nada.

Pero, de hecho, en el corazón de su actitud antisenti­mental contra el arte del pasado reside la fe en el carácter indestructible del arte. La vanguardia de la primera ola dejó que las cosas –incluso los objetos estéticos– perecie­ran porque creía que algo siempre iba a perdurar. Y fue en busca de las cosas perdurables –más allá de cualquier intento humano de conservación.

La vanguardia está asociada habitualmente con la no­ción de progreso, especialmente con el progreso tecnoló­gico. Sin embargo, la vanguardia formuló la siguiente pre­gunta: ¿cómo podía continuar el arte bajo las condiciones de permanente destrucción de la tradición cultural y del mundo familiar que caracterizan a la época moderna, sig­nada por revoluciones sociales, tecnológicas y políticas? O dicho de otro modo: cómo resistir a la destrucción del progreso, cómo producir un arte que escapase al cambio permanente, un arte que sea atemporal, transhistórico. La vanguardia no quería crear el arte del futuro –quería crear arte transtemporal para todas las épocas. Una y otra vez uno escucha y lee que necesitamos del cambio, que nuestro objetivo –y también nuestro objetivo en términos estéticos– debería ser cambiar el statu quo. Pero el cambio es nuestro statu quo. El cambio permanente es nuestra única realidad. Vivimos en la prisión del cambio constan­te. La verdadera fe en la revolución presupone paradójica­mente –o tal vez no tan paradójicamente– la convicción de que la revolución no tiene la capacidad de destrucción total, de que algo siempre sobrevive incluso a la catástrofe histórica más radical. Solo esta convicción hace posible la aceptación sin reservas de la revolución que fue tan carac­terística de la vanguardia rusa.

En sus textos, Malévich se refiere habitualmente al ma­terialismo como horizonte último de su reflexión y produc­ción artística. El materialismo significa, para él, la imposi­bilidad de estabilizar cualquier imagen a través del cambio histórico. Una y otra vez Malévich sostiene que no hay espacio aislado, seguro, metafísico o espiritual que pue­da servir como depósito de imágenes inmunizadas contra las fuerzas destructivas que operan en el mundo material. El destino del arte no puede ser diferente del destino de las demás cosas. Su realidad común es la desfiguración, disolución y desaparición en el flujo de fuerzas y proce­sos materiales incontrolables. Desde este punto de vista, Malévich narra, una y otra vez, la historia del arte –desde Cézanne, el cubismo y el futurismo hasta su propio supre­matismo– como la historia de la progresiva desfiguración y destrucción de la imagen tradicional tal como nació en la antigua Grecia y se desarrolló a través del arte religioso y del Renacimiento. Entonces, la cuestión que surge es ¿qué puede sobrevivir a este trabajo de destrucción permanente?

La respuesta de Malévich a esta pregunta es inmedia­tamente convincente: la imagen que sobrevive a la acción de la destrucción es la imagen de la destrucción. Malévich emprende la reducción más radical de la imagen (hasta el Cuadrado negro) que anticipa la destrucción más radical de la imagen tradicional en manos de las fuerzas materiales y del poder del tiempo. Por lo tanto, para Malévich cualquier destrucción del arte –ya sea pasada, presente o futura– era bienvenida porque este acto de destrucción produciría necesariamente una imagen de destrucción. La destrucción no puede ser destruida por su propia imagen. Por supuesto, Dios puede destruir el mundo sin dejar ni una huella por­que Dios lo creó a partir de la nada. Pero si Dios está muer­to, entonces el acto de destrucción sin dejar ni una huella, sin la imagen de la destrucción, es imposible. Y a través del acto de reducción artística más radical, esta imagen de la destrucción por venir puede anticiparse aquí y ahora –es una imagen (anti)mesiánica porque demuestra que el fin de los tiempos nunca vendrá, que las fuerzas materia­les nunca detendrán ningún poder divino, trascendental y metafísico. La muerte de Dios implica que ninguna imagen puede estabilizarse infinitamente, pero también significa que ninguna imagen puede destruirse por completo.

Sin embargo, ¿qué les ocurrió a las imágenes reduccio­nistas de la vanguardia temprana, después de la victoria de la Revolución de Octubre y bajo las condiciones del Es­tado posrrevolucionario? En realidad, cualquier situación posrrevolucionaria es profundamente paradójica porque cualquier intento de continuar el impulso revolucionario, de mantener el compromiso y la lealtad al acontecimiento revolucionario conduce, necesariamente, al peligro de trai­cionar la revolución. La continuación de la revolución pue­de entenderse como su radicalización permanente, como su repetición: como revolución permanente. Pero la repetición de la revolución bajo las condiciones del Estado posrrevo­lucionario puede, al mismo tiempo, entenderse fácilmen­te como contrarrevolución, como acto de debilitamiento y desestabilización de los logros revolucionarios. Por otro lado, la estabilización del orden posrrevolucionario puede interpretarse fácilmente como una traición a la revolución, ya que la estabilización posrrevolucionaria inevitablemen­te revive la tradición de las normas prerrevolucionarias de estabilidad y orden. Vivir en esta paradoja se vuelve, como sabemos, una verdadera aventura a la que sobrevivieron históricamente solo unos pocos políticos revolucionarios.

El proyecto de continuar la revolución artística no es menos paradójico. ¿Qué significa continuar la vanguardia? ¿Profundizar las formas de arte vanguardista? Tal estrate­gia puede ser acusada fácilmente de valorar la forma del arte revolucionario por sobre su espíritu o convertir una forma revolucionaria en un puro ornamento del poder (o mercancía). Por otra parte, el rechazo de las formas artís­ticas de vanguardia en nombre de una revolución estética nueva conduce inmediatamente a una contra-revolución estética, tal como lo vimos en el caso del así llamado arte posmoderno. Ahora bien, la segunda generación de la van­guardia rusa trató de evitar esta paradoja al redefinir la operación de reducción.

Para la primera generación de la vanguardia, y especial­mente para Malévich, la operación de reducción funcionó, como ya se ha dicho, como demostración de la indestructi­bilidad del arte. O dicho en otros términos: la demostración del carácter indestructible del mundo material (ya que cada destrucción es una destrucción material y deja huellas). No hay incendio sin cenizas o, dicho de otro modo, no existe el fuego divino de la aniquilación total. El cuadrado ne­gro sigue siendo no-transparente porque su material no es transparente. El primer arte de vanguardia, al ser radical­mente materialista, nunca creyó en la posibilidad de un me­dio totalmente transparente e inmaterial (como el alma o la fe o la razón) que nos permitiría ver “el otro mundo” una vez que todo lo material, que supuestamente oscurece ese otro mundo, hubiese sido eliminado por un acontecimiento apocalíptico. Desde el punto de vista de la vanguardia, la única cosa que seríamos capaces de ver en este caso sería el acontecimiento apocalíptico mismo, lo que se asemejaría bastante a una obra de arte reduccionista de vanguardia.

Sin embargo, la segunda generación de la vanguardia rusa usó la operación de reducción de un modo totalmente distinto. Para estos artistas la remoción revolucionaria del orden antiguo y prerrevolucionario fue un acontecimiento que abrió la perspectiva de un orden nuevo, soviético, posrrevolucionario y posapocalíptico. No era la imagen de la reducción misma lo que debía verse ahora, sino el nuevo mundo que se podía construir después de haber efectuado el acto de reducción del viejo mundo.

De esto modo, la operación de reducción empezó a ser usada para exaltar la nueva realidad soviética. En sus comienzos, los constructivistas creían que eran capaces de maniobrar con “las cosas mismas”, a las que consideraban directamente accesibles después de la reducción y remo­ción de las antiguas imágenes que los habían distanciado de esas cosas. En su texto programático titulado “Cons­tructivismo”, Alexei Gan escribió:

No reflejar, no representar y no interpretar la realidad, sino construir y expresar realmente las tareas sistemáticas de la nueva clase, el proletariado (…) Especialmente ahora, cuan­do la revolución proletaria ha vencido y su movimiento des­tructivo y creativo viaja por las vías de acero del progreso ha­cia la cultura, organizada según un gran plan de producción social, todos –el maestro de la línea y el color, el construc­tor de formas volumétricas y el organizador de producciones masivas– deben convertirse en constructores en el trabajo general de armar y movilizar a los millones que integran las masas humanas.[1]

Sin embargo, un poco más tarde, Nikolai Tarabukin afir­mó en su famoso ensayo “Del caballete a la máquina” que el artista constructivista no podía desempeñar un rol formador en el proceso de la verdadera producción social. Su rol era más bien el de un propagandista que defiende y elogia la be­lleza de la producción industrial y abre los ojos del público para que perciba esta belleza.[2] La industria socialista como totalidad –ahora sin ninguna intervención artística adicio­nal– se revela como buena y bella en tanto es efecto de una reducción radical de todo tipo de consumo lujoso e “inne­cesario”, incluyendo a la clase consumidora misma. Como propone Tarabukin, la sociedad comunista ya es una obra de arte no-objetiva porque no tiene ninguna meta más allá de sí misma. En alguna medida, los constructivistas repiten aquí el gesto de los primeros pintores de íconos cristianos, que creían que después de la abdicación del antiguo mundo pagano ellos estaban empezando a descubrir las cosas celes­tiales y a verlas y representarlas tal como eran.

Esta comparación fue presentada por Malévich en su famoso tratado “Dios no ha caído”. Este tratado fue escrito en 1920, el mismo año en que se escribió el ensayo sobre el museo, pero en este caso la polémica no se dirige contra los amantes conservadores del pasado sino contra los cons­tructores del futuro, los constructivistas. En este tratado, Malévich afirma que la creencia en el perfeccionamiento continuo de la condición humana a través del progreso in­dustrial está en la misma línea que la creencia cristiana en el perfeccionamiento continuo del alma humana. Tanto el cristianismo como el comunismo creen en la posibilidad de alcanzar la perfección última, se trate del reino de Dios o de la utopía comunista. En este texto, Malévich empieza a desarrollar cierta línea argumentativa que, me parece, des­cribe perfectamente la situación del arte moderno y con­temporáneo en relación directa con el proyecto moderno revolucionario y los intentos contemporáneos de politiza­ción del arte. En textos posteriores, Malévich regresa una y otra vez a esta línea argumentativa, que es muy compleja de describir totalmente pero que resumiré a continuación.

La dialéctica que Malévich desarrolla en este ensayo puede caracterizarse como una dialéctica de la imperfec­ción. Como ya he dicho, Malévich propone que tanto la religión como la tecnología moderna (o, en sus términos, la fábrica) son luchas por la perfección: perfección del alma individual en el caso de la religión y perfección del mundo material en el caso de la fábrica. Según Malévich, ninguno de los dos proyectos puede concretarse porque su realiza­ción requeriría, tanto de parte de un ser humano parti­cular como de la humanidad como totalidad, una infinita inversión de tiempo, energía y esfuerzo. Sin embargo, los humanos son mortales. Su tiempo y energía son finitos. Y esta finitud de la existencia humana impide que la humani­dad alcance cualquier tipo de perfección –ya sea espiritual o técnica. En tanto ser mortal, el hombre está condena­do a permanecer eternamente imperfecto. Pero, ¿esta imperfección también es dialéctica? Es justamente esta falta de tiempo –la falta de tiempo para alcanzar la perfección– la que abre un horizonte infinito de existencia material humana y transhumana. Los sacerdotes y los ingenieros no son capaces, según Malévich, de abrirse a este horizonte de imperfección porque no pueden abandonar su búsqueda de la perfección –no pueden relajarse, no pueden aceptar la imperfección y el fracaso como su verdadero destino. Sin embargo, los artistas sí pueden hacerlo. Ellos saben que sus cuerpos, sus perspectivas y su arte no pueden ser verdaderamente perfectos y sanos. Por el contrario, se piensan a sí mismos como infectados por el virus del cam­bio, la enfermedad y la muerte, tal como lo describe Malé­vich en “Introducción a la teoría del elemento añadido en pintura”, un texto en el que se preocupa por los problemas de la educación artística.[3] Malévich describe una serie de estilos artísticos –“cézanismo”, cubismo y suprematismo, entre ellos– como efectos de diferentes infecciones estéti­cas. Así, Malévich compara las líneas rectas del suprema­tismo (que, según él, él mismo introdujo en la pintura) con el bacilo de la tuberculosis, una forma orgánica que también es rectilínea.[4] Así como el bacilo modifica al cuer­po, los nuevos elementos visuales agregados al mundo por los desarrollos técnicos y sociales modifican la sensibilidad y el sistema nervioso del artista. El artista “se contagia” de ellos y adquiere también una sensación de riesgo y peli­gro. Por supuesto, cuando uno se enferma llama al médico. Pero Malévich cree que el rol del artista es diferente del rol del médico o del técnico, educados para remover deficien­cias y malos funcionamientos, para restaurar la integridad del cuerpo enfermo, de la máquina fallada. El modelo de Malévich para el artista y para la enseñanza del arte sigue el tropo de la evolución biológica: los artistas necesitan modificar el sistema inmunológico de su arte para poder incorporar nuevos bacilos estéticos, para sobrevivir a ellos y para encontrar un nuevo balance interno, una nueva definición de salud.

En su influyente texto “Lo sublime y la vanguardia”, Jean-François Lyotard dice que el arte modernista refleja un estado de extrema inseguridad que es consecuencia de que los artistas rechacen la ayuda que ofrecen las escuelas de arte –los programas, métodos y técnicas que permiten que el artista produzca de manera profesional– y se que­den solos.[5] Para Lyotard, la vida está dentro del artista, y es esta vida interior la que comienza a manifestarse des­pués de que se remueven todas las convenciones externas del arte. Pero la convicción de que el artista rechaza la escuela para volverse sincero, para dejar que se manifieste su yo interior, es uno de los mitos más antiguos el mo­dernismo, el mito en el que el arte de vanguardia es una auténtica creación en oposición a la mera reproducción del pasado o de lo dado.

Malévich sostuvo también algo diferente, algo que está más en línea con el arte contemporáneo: “Solo los pintores tontos e impotentes disimulan su arte bajo la sinceridad”.[6] De un modo semejante, Marcel Broodthaers declaró que se convirtió en artista en un intento por dejar de ser sincero. Ser sincero implica, justamente, ser repe­titivo, reproducir el propio gusto ya existente, entrar en diálogo con la propia identidad también ya existente. El arte moderno más radical propuso en cambio que los ar­tistas se dejaran infectar de exterioridad, se enfermaran a partir del contagio con el mundo exterior y se volvieran outsiders de sí mismos. Malévich creía que el artista debía infectarse con la técnica; Broodthaers se dejó infectar por la economía del mercado del arte y por las convenciones del museo de arte.

Fotografía de "0.10. La última exposición futurista" (1915)
Fotografía de “0.10. La última exposición futurista” (1915)

El modernismo es una historia de infecciones: infec­ción a partir de los movimientos políticos, de la cultura de masas y el consumo y, ahora, infección de Internet, tecnología de la información e interactividad. La apertura a la exterioridad y sus infecciones son una característica central de la herencia modernista y esta herencia es la vo­luntad de revelar al Otro dentro de uno, de volverse otro, dejarse infectar de otredad. Desde Flaubert, Baudelaire y Dostoievski, pasando por Kierkegaard y Nietzsche hasta Bataille, Foucault y Deleuze, el pensamiento artístico mo­derno ha reconocido como una manifestación de lo huma­no mucho de lo que antes se consideraba malvado, cruel e inhumano. El objetivo de estos artistas no fue incorporar, integrar, incluir o asimilar a los otros en el propio mundo sino, por el contrario, volverse un extranjero en la propia tradición. Ellos manifestaban una solidaridad intrínseca con el Otro, con el extranjero, incluso si era amenazador y cruel y los llevaba mucho más allá del simple concepto de tolerancia. De hecho, esta no es una estrategia de to­lerancia e inclusión, sino una estrategia de autoexclusión, de presentarse como infectados e infecciosos, como encar­nación de lo peligroso y lo intolerante. Aunque mucho del arte contemporáneo actual –cuyo objetivo es empoderar a la comunidad– parece tener la estrategia exactamente opuesta: la disolución del yo del artista en la multitud es, de hecho, un acto de autoinfección a través del virus de lo social. Este autoinfectarse del arte es lo que justamente debe continuar si no queremos dejar que el bacilo del arte se muera.

Los artistas, según Malévich, no deben inmunizarse contra este virus sino aceptarlo, dejarlo que destruya los antiguos y tradicionales patrones del arte. De un modo distinto, Malévich repite aquí la metáfora de las cenizas: el cuerpo del artista muere pero el virus del arte sobrevive a la muerte de su cuerpo y comienza a infectar el cuerpo de otros artistas. Es por eso que Malévich realmente cree en el carácter transhistórico del arte. El arte es material y materialista. Y esto significa que el arte siempre puede sobrevivir a todos los proyectos puramente idealistas y metafísicos –ya sea el Reino de Dios o el Comunismo. El movimiento de las fuerzas materiales es no-teleológico y como tal, no puede alcanzar su telos y llegar a su fin. Este movimiento produce la destrucción permanente de todos los proyectos finitos y de sus logros.

El artista acepta esta violencia infinita del flujo ma­terial y se la apropia, dejándose infectar por ella. Luego deja que esta violencia infecte, destruya, enferme a su propia obra. En nuestra época, se acusa frecuentemente a Malévich de permitir que el arte fuera infectado por el virus de la figuración o, incluso, durante el período so­viético de su práctica artística, por el virus del realismo socialista. Sus escritos de esa época explican su actitud ambigua respecto de los desarrollos sociales, políticos y artísticos de ese período: no tenía ninguna fe, no tenía esperanzas puestas en el progreso (y esto es también ca­racterístico de su reacción respecto del cine, etc.) pero, al mismo tiempo, lo aceptaba como una enfermedad necesa­ria de la época y estaba listo para ser infectado y volverse imperfecto y transitorio. De hecho, sus imágenes supre­matistas ya son imperfectas, no-constructivas y cambian­tes, especialmente si las comparamos por ejemplo, con las pinturas de Mondrian. Así, Malévich nos dice qué signifi­ca ser un artista revolucionario. Significa unirse al flujo universal material que destruye todo orden temporal, po­lítico y estético. Aquí el objetivo no es el cambio –enten­dido como una transformación desde el orden existente y “malo” a un orden nuevo y “bueno”. Por el contrario, el arte revolucionario abandona todo objetivo y entra en un proceso no-teleológico y potencialmente infinito que el artista no puede y no quiere conducir a un fin.

[Con el mismo título pero con modificaciones, este artículo es una reela­boración del publicado por Boris Groys en Volverse público, Buenos Aires, Caja Negra Editora, 2014. Revista Posiciones agradece a Caja Negra Editora por la autorización para publicar este texto.]

NOTAS

[1] Alexei Gan, “Constructivism”, en Camilla Gray, The Great Experiment: Russian Art 1863-1922, Londres, Thames & Hudson, 1962.

[2] Nikolai Tarabukin, El último cuadro. Del caballete a la máquina / Por una teoría de la pintura, Barcelona, Gustavo Gili, 1977, traducción de R. Feliu y P. Vélez.

[3] Kazimir Malévich, “Introducción a la teoría del elemento añadido en pintura”, en Escritos, Madrid, Síntesis, 1996, traducción de Miguel Etayo.

[4] Ibíd.

[5] Jean-Francois Lyotard, “Lo sublime y la vanguardia”, en Lo inhumano, Buenos Aires, Manantial, 1998, traducción de H. Pons.

[6] Kazimir Malévich, “Del cubismo y el futurismo al suprematismo. El nuevo realismo pictórico”, en Escritos, op. cit.

Autor/a

Filósofo, teórico y crítico de arte. Nació en Berlin, estudió en la URSS. Autor del libro "Obra de arte total Stalin" (Pre-Textos, 2008)

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