Robert Gwathmey - 1946 - Singing and Mending

Anti-Eurocentrismo Eurocéntrico

en Teoría

Traducción e introducción para Revista Posiciones de Pablo Abufom Silva

La pandemia del coronavirus volvió a arrojarnos violentamente a la cara la realidad global del capitalismo, donde la agroindustria y la expansión urbana aumenta el riesgo del salto de un virus desde una especie animal a un humano, y donde este contagio localizado en un continente tiene el potencial de convertirse rápidamente en pandemia. Pocas veces ocurre que todo el planeta experimenta exactamente el mismo fenómeno a la vez. Y aunque esto revela lo que tenemos en común, también deja dolorosamente claras las profundas diferencias entre sociedades ricas y sociedades pobres.

Esto es particularmente explícito en el último episodio de esta saga pandémica: la distribución de vacunas. Los esfuerzos científicos y tecnológicos por comprender el patógeno y desarrollar tratamientos y vacunas tuvieron rasgos colaborativos a nivel mundial, e incluyeron el financiamiento público de las iniciativas de investigación. Hubo quienes imaginaron esto como el comienzo de una nueva era de intervención estatal en la economía. Pero la distribución de la vacuna ha sido inequívocamente capitalista, ofertada al mejor postor, es decir, a aquellos países que han conseguido los mejores contratos de manera oportuna. La consecuencia general de esto es que se calcula que no será posible vacunar a las poblaciones empobrecidas del mundo antes del 2024.

Yendo más allá de la ira que nos puede generar la desigualdad a escala global, surge la pregunta ¿por qué existen países ricos y países pobres? ¿Cómo se explica la superioridad económica del eje Estados Unidos-Europa? ¿Qué rol tienen el imperialismo, la colonización y el sometimiento de pueblos indígenas en la configuración de las asimetrías mundiales? Si bien estas no son directamente las preguntas de Ellen Meiksins Wood en el texto que presentamos, su investigación sobre el eurocentrismo (y sus críticos) nos entrega un punto de entrada fundamental para responderlas.

Por un lado, Wood establece la necesidad de criticar y desarmar los presupuestos eurocéntricos, que explican el desarrollo y el subdesarrollo sobre la base de la superioridad económica y cultural europea. Por otro, señala que no es posible una crítica efectiva de esos presupuestos sin un reconocimiento del carácter histórico del capitalismo, es decir, del hecho de que es un conjunto específico de relaciones sociales que diverge fundamentalmente de otras formas anteriores, y que por lo mismo puede tener un término, o dicho más claramente, es susceptible de ser destruido.

Wood muestra que hay una corriente anti-eurocéntrica que repite las mismas concepciones del eurocentrismo al momento de explicar las desigualdades globales, al no reconocer los rasgos específicos del surgimiento histórico del capitalismo. Para la autora, esta corriente adopta una especie de eurocentrismo invertido, que reduce “capital” a “riqueza” y que naturaliza el desarrollo capitalista como si fuese unn rasgo inevitable de cualquier sociedad, si tan solo nadie le pusiera trabas (en el caso de las potencias imperiales precapitalistas) o nadie forzara su subdesrrollo (en el caso de las sociedades colonizadas). A diferencia de este relato lineal, Wood muestra, rescatando el trabajo de Robert Brenner (no dejes de leer su texto El problema del reformismo que publicamos en Posiciones), que el capitalismo surge a partir de una configuración específica de las relaciones sociales de propiedad, y no como el desarrollo inevitable de las capacidades comerciales aumentadas de cualquier formación social.

A partir de esa mirada histórica del surgimiento del capitalismo, podemos volver a mirar el momento actual y apuntar dos líneas de reflexión posible. Por un lado, entender la especificidad del capitalismo (su surgimiento, su funcionamiento, su diferencia con otros modos de organizar la vida) nos permite una crítica certera del imperialismo, sin atribuirle la capacidad todopoderosa de imponer con voluntad divina el desarrollo o subdesarrollo de un país o una región. En cambio, podemos identificar la expansión de unas relaciones de propiedad específicas como el fundamento real de la expansión mundial del capitalismo, y en ese mismo sentido, alcanzar mayor claridad sobre dónde se ubica la clave de su superación.

Por otro lado, esta visión nos abre una mirada internacionalista que no tenga que reducirse a un nacionalismo anti-europeo o anti-estadounidense, sino que reconozca el carácter mundial de esa relación social llamada capitalismo, y con ello la responsabilidad de extender lazos de solidaridad con la clase trabajadora y los pueblos oprimidos del mundo entero. Si la especificidad del capitalismo no es ser “europeo” o “americano”, entonces ser anticapitalista no tiene nada que ver con establecer distinciones o jerarquías sociopolíticas entre los pueblos de los países donde se desarrollaron por primera vez o de manera más avanzada sus rasgos específicos.

Como toda la obra de Ellen Meiksins Wood, este texto nos lleva un paso más allá de donde estamos ahora y nos entrega las claves de los pasos siguientes que podemos (¡y debemos!) dar por nuestra cuenta. Como siempre en Posiciones, al publicarlo buscamos aportar a los debates estratégicos de nuestro tiempo.


Como cualquier otra buena socialista, creo fervientemente que la lucha contra el racismo, el imperialismo y la “arrogancia cultural” europea es absolutamente esencial para nuestro proyecto. También creo que el trabajo intelectual destinado a combatir el “eurocentrismo” a menudo ha producido resultados extremadamente importantes al cuestionar la idea—que se presenta de diversas formas—de que “Occidente” siempre ha sido, por una u otra razón, superior a todas las otras civilizaciones y está destinada a seguir siéndolo. Pero hay ciertas cosas de la lucha contra el eurocentrismo que nunca he entendido.

Para empezar, encontramos problemas serios al agrupar una gran variedad de autores bajo la categoría de “eurocentrismo”, como si todos se centraran en Europa de la misma manera, y como si todos compartieran el mismo desprecio por los no-europeos. La categoría incluye a los racistas que insisten en la superioridad natural de los europeos sobre los asiáticos, los africanos y los indígenas americanos; a los chovinistas culturales que piensan que, por la razón que sea, “Occidente” ha alcanzado un nivel superior de desarrollo cultural y de “racionalidad” que le ha dado ventaja en todos los demás aspectos; a los deterministas medioambientales que creen que Europa tiene algunas ventajas ecológicas distintivas; los historiadores no racistas que no prestan suficiente atención al papel del imperialismo occidental en la historia europea; y los marxistas que no son ni racistas, ni chovinistas culturales, ni deterministas ecológicos, ni se inclinan a subestimar los males del imperialismo, pero que creen que ciertas condiciones históricas específicas en Europa, que no tienen nada que ver con la superioridad europea, produjeron ciertas consecuencias históricas específicas, como el surgimiento del capitalismo.

Pero a pesar de estos problemas en el concepto de “eurocentrismo”, nadie puede negar que existe la “arrogancia cultural” europea, y sí debemos aceptar que hay razones más que suficientes para cuestionar las concepciones de la historia que sitúan a los europeos en el centro del universo, en detrimento o excluyendo a todos los demás. La idea del “eurocentrismo”, con todos sus defectos, debería al menos ponernos en guardia contra esas prácticas culturales.

Por eso me desconciertan tanto las historias anti-eurocéntricas, especialmente las historias del capitalismo. Lo que más me desconcierta de ellas es que, sin excepción (que yo sepa), se basan en los supuestos más eurocéntricos -por no decir burgueses-.
 

Invirtiendo el eurocentrismo

Veamos primero el relato “eurocéntrico” estándar sobre cómo y dónde comenzó el capitalismo. Los relatos europeos convencionales no marxistas sobre el desarrollo capitalista desde al menos el siglo XVIII se han basado en dos supuestos bastante simples. Partiendo de una concepción del capitalismo como simple “sociedad comercial” (como la llamaron Adam Smith y otros), asumen que fue en gran medida resultado del crecimiento de las ciudades y el comercio; y en segundo lugar, que este proceso de comercialización alcanzó su madurez cuando se reunió una masa crítica de riqueza.

Podemos llamar a estos dos supuestos el modelo de comercialización del desarrollo capitalista, y la teoría clásica de la acumulación originaria. Lo que falta en estos relatos del desarrollo capitalista es cualquier concepción del capitalismo como una forma social históricamente específica, un sistema con condiciones históricamente inéditas, ciertas relaciones de producción muy específicas o relaciones de propiedad social, que generan “leyes del movimiento” muy específicas y únicas. No se reconoce que el capitalismo es un sistema de relaciones sociales en el que la maximización del beneficio y la necesidad constante de revolucionar las fuerzas productivas son condiciones de supervivencia básicas e ineludibles, como no lo han sido nunca en ninguna otra forma social.

En cambio, el capitalismo se concibe como un resultado más o menos natural de prácticas humanas ancestrales y prácticamente universales, las actividades de intercambio, que han tenido lugar no sólo en las ciudades desde tiempos inmemoriales, sino también en las sociedades agrícolas. En algunas versiones de este modelo de comercialización, estas prácticas son incluso tratadas como expresión de una inclinación humana natural, en la famosa frase de Adam Smith, al “trueque y el intercambio”.

En otras palabras, en estos relatos el capitalismo no tiene realmente un comienzo, y su desarrollo no implica realmente una transición de un modo de producción a otro muy diferente. Tienden a dar por sentado el capitalismo, a suponer su existencia latente desde los albores de la historia, y a “explicar” su desarrollo, en el mejor de los casos, describiendo cómo se eliminaron los obstáculos a su progresión natural en algunos lugares a diferencia de otros.

Por supuesto, en estas narrativas es Occidente quien tuvo más éxito en la eliminación de tales obstáculos. Los principales impedimentos han sido las formas políticas y jurídicas “parasitarias”, como el feudalismo o ciertos tipos de monarquía, que fueron desechados por Occidente. También ha habido ciertas barreras externas, como el cierre de las rutas comerciales por invasiones “bárbaras” de uno u otro tipo, de modo que el capitalismo despegó realmente cuando se reabrieron las rutas comerciales.

Otros impedimentos citados a menudo en los relatos convencionales son las supersticiones “irracionales” y ciertos tipos de creencias y prácticas religiosas o culturales. Así pues, otro corolario común de este punto de vista es que el desarrollo económico en Occidente se asoció con el progreso de la “razón”, lo que significa cualquier cosa, desde la filosofía de la Ilustración hasta los avances científicos y tecnológicos y la organización “racional” (es decir, capitalista) de la producción. De estos relatos se deduce que los agentes del progreso eran comerciantes o “burgueses”, portadores de la razón y la libertad, que sólo necesitaban ser liberados de la obstrucción feudal para poder hacer avanzar la historia por su camino natural y predeterminado.

¿En qué se diferencian entonces las historias anti-eurocéntricas de estas explicaciones clásicas sobre el origen del capitalismo? Las críticas suelen adoptar una de dos formas, o ambas.

En primer lugar, niegan la “superioridad” de Europa y destacan la importancia, de hecho el predominio, de las economías y redes comerciales no europeas a lo largo de la mayor parte de la historia de la humanidad, así como el nivel de desarrollo tecnológico alcanzado por algunos de los principales actores (por ejemplo, el argumento de André Gunder Frank sobre la economía mundial dominada por Asia, que, según él, duró hasta 1750-1800);[1] y/o en segundo lugar, destacan la importancia del imperialismo europeo en el desarrollo del capitalismo.

A menudo, esta segunda tesis tiene que ver con el papel del imperialismo británico, en particular las ganancias de las plantaciones de azúcar y el comercio de esclavos, en el desarrollo del capitalismo industrial, aunque 1492 también es un hito importante en el surgimiento anterior del capitalismo, como lo es para J.M. Blaut, que atribuye el desarrollo económico europeo en gran parte a las riquezas saqueadas de las Américas.[2]

Estas dos tesis pueden combinarse en el argumento de que las potencias comerciales no europeas dominantes podrían haber producido el capitalismo (y quizá incluso lo hicieron, pero se habría frustrado un mayor desarrollo), si no hubieran sido estafadas por el imperialismo occidental.

Está claro que hoy en día ningún historiador serio negaría la importancia del comercio y la tecnología en Asia y otras partes del mundo no europeo, o, para el caso, el nivel relativamente modesto de desarrollo alcanzado por los europeos antes del surgimiento del capitalismo. Ningún historiador de este tipo, especialmente de izquierda, negaría la importancia del imperialismo en la historia europea y el tremendo daño que ha causado. La cuestión, sin embargo, es qué tiene que ver esto con el capitalismo, y en ese sentido, los argumentos anti-eurocéntricos tienden a caer precisamente en las trampas eurocéntricas (y burguesas) que pretenden evitar.

Lo notable de las críticas anti-eurocéntricas es que parten de las mismas premisas que las explicaciones eurocéntricas estándar, el mismo modelo de comercialización y la misma concepción de la acumulación originaria. Los comerciantes o mercaderes de cualquier lugar y en todas partes son vistos como capitalistas potenciales, si no reales, y cuanto más activos y ricos, cuanto más extensa sea su operación, más avanzados están en el camino del desarrollo capitalista. En ese sentido, muchas partes de Asia, África y América estaban bien encaminadas hacia el capitalismo antes de que el imperialismo europeo, de una forma u otra, bloqueara su camino.

Ninguno de estos críticos parece negar que, en algún momento, Europa se desvió de otras partes del mundo, pero esta divergencia se asocia con la “revolución burguesa” y/o con el advenimiento del capitalismo industrial, una vez que se había acumulado suficiente riqueza mediante el comercio y la expropiación imperial. Dado que el comercio estaba extendido en otras partes del mundo, el imperialismo fue el factor realmente esencial para distinguir a Europa del resto, porque dio a las potencias europeas la masa crítica de riqueza que finalmente las diferenció de otras potencias comerciales.

Así, por ejemplo, J.M. Blaut habla de “protocapitalismo” en Asia, África y Europa y argumenta que la ruptura que distinguió a Europa del resto sólo se produjo después de que la riqueza adquirida mediante el saqueo de las Américas hiciera posible dos tipos de revolución en Europa, primero la “burguesa” y luego la “industrial”.

“Utilizo la palabra ‘protocapitalismo'”, dice, “no para introducir un término técnico sino para evitar el problema de definir otro término, ‘capitalismo’.”[3]

Esta evasión es encantadoramente cándida, pero también reveladora. Dado que Blaut no concibe el capitalismo como una forma social específica, no puede tener una concepción clara de los modos de producción no capitalistas o precapitalistas con diferentes principios de funcionamiento, ni una concepción de la transición de uno a otro. Las prácticas comerciales se funden en el “protocapitalismo”, que se convierte en capitalismo “moderno”.

“El protocapitalismo”, sostiene Blaut, maduró finalmente y se convirtió en el capitalismo “moderno” debido a la riqueza acumulada en las colonias. Aquí, Europa tenía una clara ventaja “locativa” porque las Américas eran relativamente accesibles a los imperios europeos. En opinión de Blaut, fue esta ventaja geográfica crucial la que proporcionó a Europa un acceso privilegiado a la riqueza necesaria para poner en marcha sus revoluciones burguesa e industrial.

Las “revoluciones burguesas”, que, según Blaut, fueron las primeras en distinguir realmente a Europa del resto del mundo, otorgaron por fin el poder político a las clases que se habían enriquecido especialmente con la riqueza colonial, y les permitieron seguir adelante con el desarrollo capitalista sin que las fuerzas no capitalistas lo impidieran. Una vez que tomaron el poder, pudieron movilizar al Estado para facilitar la acumulación y crear la infraestructura para el desarrollo industrial. A partir de entonces, la Revolución Industrial, aunque no se produjo de la noche a la mañana, fue inevitable.

En esta versión, los ecos de la vieja narrativa eurocéntrica y burguesa son realmente asombrosos: no sólo el desarrollo europeo es básicamente el ascenso al poder de la burguesía, sino que las civilizaciones avanzadas y ricas no europeas parecen ser casos de desarrollo detenido porque, aunque no sea por culpa suya, nunca se deshicieron de sus grilletes mediante la revolución burguesa. Y aquí también, al igual que en la economía política clásica y su noción de “acumulación originaria”, el salto al capitalismo “moderno” se produjo porque la burguesía había logrado, de una u otra manera, acumular suficiente riqueza.

Blaut trata de desvincularse de la noción de “acumulación originaria”, pero parece no entender nada. [4] La acumulación de las colonias americanas, argumenta, no era una forma “originaria” de acumulación sino, desde el principio, “acumulación de capital: de ganancia”. Pero esta proposición no hace más que confirmar su afinidad con la concepción clásica, en la que la “acumulación originaria” es efectivamente acumulación de “capital”.

El “capital”, en esa concepción, es indistinguible de cualquier otro tipo de riqueza o ganancia, y el capitalismo es básicamente más de lo mismo, tal como lo es para Blaut. La “acumulación originaria” es “originaria” sólo en el sentido de que representa la acumulación de la masa de riqueza necesaria antes de que la “sociedad comercial” pueda alcanzar la madurez. En ese sentido, se parece mucho a la propia concepción de Blaut de la “acumulación de capital” originaria, que, después de 1492 y el saqueo de las Américas, alcanzó la masa crítica que hizo posible el capitalismo “maduro” (o, en términos de la economía política clásica, la “sociedad comercial”). Al igual que la economía política clásica, el argumento de Blaut evade la cuestión de la transición al capitalismo presuponiendo su existencia en formas anteriores.

Como veremos en un momento, una ruptura decisiva con el modelo clásico se produjo con la crítica de Marx a la economía política y su noción de “acumulación originaria”, su definición del capital no simplemente como riqueza o ganancia sino como una relación social, y su énfasis en la transformación de las relaciones sociales de propiedad como la verdadera “acumulación originaria”. Sin embargo, los críticos de la historia eurocéntrica han vuelto más o menos a la antigua noción.

Incluso en el punto en el que divergen más enfáticamente de las historias eurocéntricas clásicas, en su énfasis en el imperialismo, simplemente invierten un viejo principio eurocéntrico. En los antiguos relatos, Europa superó a todas las demás civilizaciones al eliminar los obstáculos al desarrollo natural de la “sociedad comercial”; en la inversión anti-eurocéntrica, el fracaso de los no europeos para completar el proceso de desarrollo, a pesar de haber llegado ya muy lejos, fue causado por los obstáculos creados por el imperialismo occidental.

Así que aquí tampoco parece haber una concepción del capitalismo como una forma social específica, con una estructura social distintiva, relaciones sociales de producción distintivas, que obligan a los agentes económicos a comportarse de maneras específicas y generan leyes de movimiento específicas. Y aquí tampoco hay una verdadera transición. Del mismo modo que los antiguos argumentos eurocéntricos daban por sentado el capitalismo, éste también evita explicar el origen de esta forma social específica -o, para ser más precisos, niega su especificidad y, por lo tanto, evade la cuestión de su origen- dando por sentada su existencia previa (“protocapitalismo”, por no hablar de formas incluso anteriores de comercio y actividad mercantil).

No hay una explicación de cómo surgió una nueva forma social. Por el contrario, la historia del capitalismo es una historia en la que prácticas sociales ancestrales, sin comienzo histórico, han crecido y madurado, a menos que su crecimiento y maduración se hayan visto frustrados por obstáculos internos o externos.

Por supuesto, hay variaciones sobre los viejos temas, sobre todo el ataque al imperialismo. También hay otros refinamientos como la idea de la “revolución burguesa” -aunque incluso esta idea, por mucho que se disfrace de marxista, no es fundamentalmente diferente de los relatos eurocéntricos-burgueses que tratan a la burguesía como agentes del progreso y les atribuyen el mérito de deshacerse de los grilletes feudales que lo impedían. Pero sean cuales sean las variaciones que se introduzcan en la historia, básicamente el capitalismo es solo mucho más de lo que ya existía en el protocapitalismo y mucho antes: más dinero, más urbanización, más comercio y más riqueza.
 

Cuestionando el eurocentrismo

Este tipo de argumento me parece una regresión, que hace perder gran parte de los avances que han tenido los historiadores al desafiar el modelo eurocéntrico. Los verdaderos avances en la oposición a ese modelo han venido de los historiadores -principalmente marxistas, pero también un historiador económico como Karl Polanyi- que han socavado la naturalización del capitalismo, la visión de que el capitalismo es básicamente una extensión natural de ciertas prácticas humanas universales, que a su vez se habrían universalizado si todos los pueblos del mundo fueran tan racionales y libres como los europeos.

Al insistir en la especificidad histórica del capitalismo, han asestado un golpe fatal al principio más eurocéntrico de todos: que la senda europea de desarrollo que culmina en el capitalismo industrial es el orden natural de las cosas y que las civilizaciones no europeas que no siguieron esa senda, o que vacilaron en algún punto del camino, fracasaron porque de alguna manera eran fatalmente defectuosas.

El cuestionamiento comienza con la crítica de Marx a la economía política clásica y su noción de “acumulación originaria”. En algunos de sus propios esbozos históricos (por ejemplo, en el Manifiesto) Marx nunca se desvinculó completamente del viejo modelo (que yo llamo el “paradigma burgués”). Allí, el origen del capitalismo no se explicaba tanto como se presuponía, como una nueva forma social que esperaba ser liberada por la burguesía ascendente cuando finalmente se deshiciera de sus grilletes feudales.

Para el enfoque “marxista” verdaderamente distintivo de Marx, tenemos que observar su crítica de la economía política. Aunque este enfoque obviamente estaba mucho más desarrollado en su análisis revolucionario del capitalismo contemporáneo, en su disección de “la llamada acumulación originaria” en el volumen I de El Capital, aplicó su crítica a la cuestión histórica del origen del sistema.

Aquí Marx rompió decisivamente con el viejo paradigma y sentó las bases para importantes elaboraciones de los historiadores marxistas posteriores. Insistió en que la riqueza por sí misma no era “capital”, que el capital era una relación social, que la mera acumulación de riqueza no era el factor decisivo en el origen del capitalismo, y que una transformación de las relaciones sociales de propiedad -la expropiación de los productores directos, concretamente en Inglaterra- era la verdadera “acumulación originaria”.

El punto de la crítica de Marx a “la así llamada acumulación originaria” (y la gente con demasiada frecuencia pasa por alto el significado de la frase “así llamada”) es que ninguna cantidad de acumulación, ya sea por el robo descarado, por el imperialismo, por la ganancia comercial, o incluso por la explotación del trabajo para la ganancia comercial, constituye por sí misma el capital, ni producirá el capitalismo.

La “acumulación originaria” de la economía política clásica es “así llamada” porque el capital, como lo define Marx, es una relación social y no cualquier tipo de riqueza o beneficio, y la acumulación como tal no es lo que produce el capitalismo. Por supuesto, es necesaria una cierta riqueza acumulada, pero la condición previa específica del capitalismo es una transformación de las relaciones sociales de propiedad que genera las “leyes del movimiento” capitalistas: los imperativos de la competencia y la maximización de los beneficios, una compulsión a reinvertir los excedentes y una necesidad sistemática e implacable de mejorar la productividad del trabajo y desarrollar las fuerzas de producción.

La transformación crítica de las relaciones sociales de propiedad, en el relato de Marx, tuvo lugar en el campo inglés. En las nuevas relaciones agrarias, los terratenientes obtuvieron cada vez más rentas de las ganancias comerciales de los arrendatarios capitalistas, mientras que muchos pequeños productores fueron desposeídos y se convirtieron en trabajadores asalariados.

Marx considera esta transformación rural como la verdadera “acumulación originaria”, no porque crease una masa crítica de riqueza, sino porque estas relaciones sociales de propiedad generaron nuevos imperativos económicos, especialmente las compulsiones de la competencia, una necesidad sistemática de desarrollar las fuerzas productivas, lo que condujo a nuevas leyes de movimiento que el mundo nunca había visto antes.

En el centro de este argumento estaba la insistencia de Marx en la especificidad histórica del capitalismo. Esto significaba que el capitalismo tenía un comienzo histórico y, por tanto, un final concebible. El capitalismo no era el producto de un proceso natural inevitable, ni el fin de la historia. Había surgido en unas condiciones históricas muy concretas. Si se estaba extendiendo por todo el mundo, no se debía a una “difusión” de ideas y prácticas occidentales inherentemente superiores, sino a los propios imperativos específicos del capitalismo, a su despiadado impulso de auto-expansión.

Las ideas de Marx fueron elaboradas por historiadores marxistas posteriores, especialmente en el famoso Debate de la Transición que se inició en 1950 en Ciencia y Sociedad.[5] La cuestión principal era si la transición del feudalismo al capitalismo fue provocada por factores externos -en particular, el crecimiento del comercio (como en el “modelo de comercialización”)- o por factores internos, un desarrollo de las relaciones sociales de propiedad.

En ese debate, historiadores como Maurice Dobb y R.H. Hilton cuestionaron el modelo de comercialización. Al menos, mostraron cómo la disolución del feudalismo occidental y la transición al capitalismo no fueron provocadas por la expansión del comercio, por la urbanización o por la creciente monetización de la economía. El feudalismo -un sistema constituido por una relación entre campesinos en posesión de los medios de subsistencia y señores cuya auto-reproducción dependía de la extracción “extraeconómica” y coercitiva de excedentes- era, según ellos, compatible con un grado considerable de urbanización, mientras que el comercio era una característica esencial del sistema.

Incluso la difusión de las rentas monetarias, en lugar de las rentas en especie o los servicios laborales, no cambió fundamentalmente la lógica del feudalismo. Por el contrario, el factor crítico que propició la transición fueron las relaciones sociales de propiedad y la lucha de clases entre señores y campesinos.

Esto supuso un importante cuestionamiento al modelo de comercialización del desarrollo capitalista, pero seguía compartiendo supuestos significativos con ese viejo modelo. Aunque estos historiadores marxistas habían desplazado el centro de gravedad de la ciudad al campo, y de la expansión del comercio a las relaciones y luchas entre las clases explotadoras y explotadas, todavía presuponían demasiado de lo que necesitaba explicación.

Ellos también tendían a atribuir el surgimiento del capitalismo a la eliminación de los obstáculos, aunque esta vez el avance no fuera la liberación de la burguesía (“protocapitalistas”) de las cadenas feudales, sino la lucha de clases de los campesinos. Liberados de sus impedimentos feudales, podían, según esta explicación, empezar a aprovechar las oportunidades comerciales y provocar la transición al capitalismo simplemente pasando de pequeños productores de mercancías a capitalistas de pleno derecho.

Robert Brenner se basó en los fundamentos creados por estos historiadores marxistas y especialmente en su énfasis en las relaciones de clase entre señores y campesinos.[6] Pero claramente consideró que sus predecesores seguían concediendo demasiado al viejo modelo. Así que, en lugar de asumir la existencia previa del capitalismo, ya sea como “protocapitalismo” o como una producción de pequeñas mercancías que intentaba salir de los grilletes feudales para convertirse en un capitalismo maduro, se propuso explicar la aparición de una forma social nueva e históricamente inédita.

En otras palabras, Brenner se propuso explicar una transición real de un modo de producción a otro. Explicó detalladamente cómo se transformaron las relaciones sociales de propiedad para poner en marcha una nueva dinámica histórica, los imperativos de la competencia, la maximización de las ganancias y la tendencia al desarrollo implacable y sistemático de las fuerzas productivas.

Su explicación tenía que ver con la aparición de lo que él llama “dependencia del mercado”, una condición en la que las unidades económicas dependen del mercado para todo lo que necesitan, para los requisitos más básicos de subsistencia y auto-reproducción. Esto contrasta, por ejemplo, con los campesinos que, al permanecer en posesión de sus medios de subsistencia, están protegidos de la competencia y libres de las compulsiones del mercado, aunque participen en el intercambio comercial.

El argumento original de Brenner se centraba en Inglaterra, donde ciertas relaciones sociales de propiedad muy específicas hacían que tanto los propietarios como los arrendatarios dependieran del mercado y creaban una economía sujeta a los imperativos del mercado. Sin embargo, desde entonces ha elaborado un argumento que pretende demostrar que en algunas partes de los Países Bajos existió un camino diferente hacia la dependencia del mercado.[7]

Para Brenner, la divergencia del desarrollo europeo o, más precisamente, del desarrollo capitalista en una parte de Europa, radica aquí, en la aparición de un sistema de relaciones sociales de propiedad dependiente del mercado, y no en las “revoluciones burguesas” o en el desarrollo posterior del capitalismo industrial. Concibe claramente el capitalismo como un sistema de imperativos de mercado, es decir, como un sistema en el que el mercado funciona no sólo como una oportunidad para intercambiar unos bienes por otros, o incluso para obtener beneficios y adquirir riqueza, sino como una necesidad, una compulsión, que impone a la producción y a la reproducción social ciertos requisitos ineludibles de competencia, maximización de beneficios y aumento de la productividad del trabajo.

Al igual que otros historiadores marxistas como E.P. Thompson, Brenner entiende la industrialización no como un proceso transhistórico de cambio tecnológico, ni como el simple producto del “capital” acumulado (es decir, solo riqueza), ni como la causa del desarrollo económico distintivo de Europa, sino como el producto final de aquellos imperativos económicos específicos que resultaron de unas relaciones de propiedad social muy distintivas. La llamada Revolución Industrial fue el resultado de una economía ya estructurada por las relaciones sociales de propiedad capitalistas, que dieron forma al desarrollo tanto de la agricultura como de la industria.

El argumento de Brenner incluso cuestionó la vieja concepción de la “revolución burguesa”. La criticó como una forma más de evitar la cuestión de la transición al suponer la existencia previa del capitalismo, en la persona de la burguesía “protocapitalista”, sólo a la espera de liberarse de las cadenas feudales. Su argumento es significativo también porque rompió con el viejo hábito eurocéntrico de tratar el desarrollo del capitalismo como un proceso europeo general, como si fuera de alguna manera el producto de la superioridad racial o cultural europea.

Brenner no sólo insistió en la especificidad del capitalismo como algo distinto de otras sociedades comerciales fuera de la Europa moderna temprana, sino que también identificó las condiciones sociales que distinguían una sociedad europea de otra, dando lugar al capitalismo en Inglaterra pero no, por ejemplo, en Francia. La cuestión, por supuesto, no era la superioridad de Inglaterra sobre Francia, o de Europa occidental sobre la oriental, o de Europa sobre cualquier otra parte. Era simplemente una cuestión de las condiciones históricas muy específicas en las que surgió una forma social muy específica, las relaciones sociales de propiedad históricamente específicas del capitalismo.

En mi opinión, queda mucho por hacer. Necesitamos, por ejemplo, explicar la dinámica de las sociedades altamente comercializadas que no se convirtieron en capitalistas, al menos no hasta que se vieron presionadas por las economías capitalistas ya existentes en otros lugares. Tanto en Europa como en otros lugares existieron diversos tipos de comercio no capitalista, mucho antes del capitalismo y hasta bien entrada la era capitalista. Algunas potencias comerciales alcanzaron una gran riqueza y riqueza cultural, y el comercio en estos centros se asoció a veces con una producción sustancial, tanto en el país como en las colonias.

Sin embargo, en ausencia de ciertas transformaciones en las relaciones sociales de propiedad, que hicieron de la competencia, la maximización de las ganancias y el desarrollo incesante de las fuerzas productivas condiciones necesarias para la supervivencia y la reproducción sistémica, ni siquiera las más ricas y avanzadas de estas sociedades comerciales pusieron en marcha el proceso auto-sostenible de desarrollo económico que, en parte de Europa, dio lugar al capitalismo y, finalmente, a su forma industrial.

Lo que hace que estos casos sean aún más interesantes es que, en algunos de ellos, el nivel de desarrollo comercial, cultural e incluso tecnológico superó sustancialmente al de Inglaterra en el momento en que ésta emprendió su particular camino de desarrollo capitalista. China, por ejemplo, estuvo durante mucho tiempo muy por delante de Europa en general, sobre todo en lo que se refiere a la tecnología (y sus logros, por cierto, nunca fueron más generosamente reconocidos que en la eurocéntrica Ilustración).

Incluso las historias económicas convencionales reconocerán la importancia de la economía india y especialmente de su industria textil. Ni siquiera para el historiador occidental más reaccionario sería sorpresa que los europeos de la época medieval tomaron prestados muchos recursos de los árabes, cuyos logros científicos, en particular, eran muy superiores. Este catálogo de la superioridad no europea podría continuar, citando logros de diversa índole en África y América. E incluso dentro de la propia Europa, la Florencia de finales de la Edad Media y del Renacimiento, en cualquier medida de sofisticación comercial, fabricación doméstica o logros culturales, estaba muy por delante del remanso que era Inglaterra antes de su transformación capitalista.

But the point is precisely that superiority in cultural, technological, or even commercial development had nothing to do with the specific conditions that generated capitalism in one place and not in another. Anti-Eurocentric historians are right to emphasize the backwardness of Europe, and especially of England. But that argues against, not for, the basic assumptions of the commercialization model and the classical theory of primitive accumulation, in both the old Eurocentric model and its anti-Eurocentric inversion.

Pero la cuestión es precisamente que la superioridad en el desarrollo cultural, tecnológico o incluso comercial no tuvo nada que ver con las condiciones específicas que generaron el capitalismo en un lugar y no en otro. Los historiadores anti-eurocéntricos tienen razón al subrayar el atraso de Europa, y especialmente de Inglaterra. Pero eso argumenta en contra, no a favor, de los supuestos básicos del modelo de comercialización y de la teoría clásica de la acumulación originaria, tanto en el viejo modelo eurocéntrico como en su inversión anti-eurocéntrica.

El surgimiento del capitalismo es difícil de explicar precisamente porque no estaba relacionado con ninguna “superioridad” previa o un desarrollo más avanzado.
 

Capitalismo e Imperialismo

Pero, aunque todavía nos queda un largo camino por recorrer, los elementos básicos de un cuestionamiento serio a la historia eurocéntrica ya están ahí, y me parece un retroceso renunciar a los avances que hemos conseguido. Es especialmente contraproducente negar la especificidad del capitalismo diluyendo su significado para abarcar cualquier patrón concebible de desarrollo histórico en el que haya comercialización y “acumulación originaria” de riqueza. Y de nuevo, parece más que inútil agrupar bajo la rúbrica de “eurocentrismo” todo, desde el racismo rabioso hasta las historias marxistas que insisten en la especificidad histórica del capitalismo.

La ironía es que los argumentos anti-eurocéntricos habituales tienden a dificultar nuestra comprensión no sólo del capitalismo sino también del imperialismo. No se trata de negar que nos han proporcionado una gran cantidad de información importante e inquietante sobre los males del imperialismo occidental, pero tendemos a perder de vista cómo y por qué funcionó de ese modo.

El primer punto, y el más obvio, es que todas las grandes potencias de la Europa de los siglos XVI y XVII estaban profundamente comprometidas con las empresas coloniales, la conquista, el saqueo, la opresión y la esclavitud. Sin embargo, estas empresas estaban asociadas a modelos de desarrollo económico muy diferentes, de los cuales sólo uno era capitalista.

De hecho, el único caso inequívoco de desarrollo capitalista, Inglaterra, tardó notoriamente en embarcarse en la colonización de ultramar, o incluso en dominar las rutas comerciales; y el desarrollo de sus distintivas relaciones sociales de propiedad -el proceso de “acumulación originaria”, no en el sentido de la economía política clásica, sino en el sentido marxista, la transformación de las relaciones sociales de propiedad en el campo- ya estaba muy avanzado cuando se convirtió en un contendiente importante en la carrera colonial.

Al mismo tiempo, España, la potencia colonial temprana dominante y líder de la “acumulación originaria” del tipo clásico, que amasó enormes riquezas especialmente de las minas de plata y oro de América del Sur, y estaba bien dotada de “capital” en el sentido simple de riqueza, no se desarrolló en una dirección capitalista. En cambio, España gastó su enorme riqueza colonial en actividades esencialmente feudales, especialmente en la guerra y en la construcción de su imperio de los Habsburgo en Europa. Habiendo ampliado y sobrecargado su imperio europeo, entró en un profundo y prolongado declive en los siglos XVII y XVIII.

Así que todavía nos queda la pregunta de por qué el colonialismo se asoció con el capitalismo en un caso y no en otro. Incluso aquellos que están menos interesados en el origen del capitalismo que en la “Revolución Industrial”, en un momento en que Inglaterra se había convertido realmente en una potencia imperial preeminente, todavía tienen que explicar por qué la asociación del capitalismo con el imperialismo produjo el capitalismo industrial en este caso y no en otros.

Me parece muy difícil evitar la conclusión de que mucho, si no todo, dependía de las relaciones sociales de propiedad existentes en la potencia imperial, de las condiciones particulares de reproducción sistémica asociadas a esas relaciones de propiedad y de los procesos económicos particulares puestos en marcha por ellas. La riqueza amasada a partir de la explotación colonial puede haber contribuido sustancialmente al desarrollo posterior, aunque no fuese una condición previa necesaria para el origen del capitalismo. Y una vez que el capitalismo británico, especialmente en su forma industrial, estuvo bien establecido, pudo imponer los imperativos capitalistas a otras economías con diferentes relaciones sociales de propiedad.

Pero ninguna cantidad de riqueza colonial habría tenido estos efectos sin los imperativos generados por las relaciones de propiedad internas de Inglaterra. Si la riqueza procedente de las colonias y del comercio de esclavos contribuyó a la revolución industrial de Gran Bretaña, fue porque la economía británica ya estaba estructurada desde hacía tiempo por relaciones sociales de propiedad capitalistas. En cambio, la riqueza realmente enorme acumulada por España y Portugal no tuvo ese efecto porque eran economías inequívocamente no capitalistas.
 

Irlanda: el nuevo modelo colonial

Sin embargo, la historia es más compleja. Aunque Inglaterra fue tardía en las empresas de ultramar, tuvo un comienzo más temprano cerca de casa. La dominación de Irlanda fue la primera verdadera empresa imperial de Inglaterra. Pero, aunque había habido una larga historia de esfuerzos para extender el dominio inglés y la ley inglesa a “los salvajes irlandeses”, así como a otras partes de las Islas Británicas, una campaña concertada para la colonización total, por medio de la conquista y la “plantación” a gran escala, despegó seriamente a finales del siglo XVI, justo en el momento en que las relaciones de propiedad inglesas estaban experimentando sus propios desarrollos significativos.

Surgió un nuevo modelo de colonización que fue menos la causa que el resultado de la transición de Inglaterra al capitalismo. Este patrón se convirtió también en el modelo para la colonización inglesa del Nuevo Mundo.

La cuestión es que, en Irlanda y luego en otros lugares, los ingleses desarrollaron una forma de colonialismo diferente del imperialismo de sus rivales europeos. En comparación con otros imperios europeos, el británico destacó, en primer lugar, por el protagonismo de las colonias de colonos blancos, a diferencia de otras formas de dominación imperial, como los imperios comerciales o las conquistas con el fin de apropiarse de productos preciosos como la plata; y existen algunas conexiones claras entre este tipo de colonización, en su forma específicamente británica, y el desarrollo del capitalismo en casa.

La colonización de Irlanda se diferenció incluso de otros asentamientos coloniales europeos y reflejó la lógica del capitalismo agrario temprano. Los españoles tenían su sistema de encomienda, que sometía a las poblaciones locales a una forma de esclavitud. Los franceses de Nueva Francia tenían sus señoríos casi feudales. Los holandeses tenían sus puestos comerciales y asentamientos para facilitar el comercio y abastecer a los barcos mercantes. Las plantaciones de esclavos para la producción de productos altamente comercializables, como el azúcar, se convirtieron en una característica común tanto del antiguo como del nuevo imperialismo. Pero el modelo de las primeras empresas coloniales de Inglaterra tenía ciertos rasgos distintivos que reflejaban su peculiar evolución interna (sobre todo, una población excedentaria desposeída por el capitalismo agrario).

Los ingleses en Irlanda explicaron de forma bastante explícita su intención de reemplazar las formas de propiedad y las relaciones sociales tradicionales indígenas con las relaciones de propiedad del sureste de Inglaterra, la cuna del capitalismo agrario. Lo hicieron, en parte, imponiendo el nuevo sistema a los arrendatarios irlandeses, pero, sobre todo, despojando a los irlandeses por completo y sustituyéndolos por colonos ingleses y escoceses, que debían trasplantar una agricultura comercial productiva y rentable.

Fue también en Irlanda donde los ingleses empezaron a desarrollar un aparato ideológico para justificar el despojo de los pueblos indígenas sobre la base de que eran improductivos, es decir, que no producían de manera eficiente y con fines de lucro comerciales, en términos exactamente iguales a los utilizados para justificar el cercamiento [enclosure] en Inglaterra. La desposesión con fines de “mejoramiento”, la promoción de la productividad con fines de lucro, siguió siendo el objetivo en el Nuevo Mundo, solo que despejar la tierra de sus habitantes indígenas adoptó cada vez más una forma aún más violenta, definitiva y genocida.

Evidentemente, hay mucho más que decir sobre los diversos aspectos del imperialismo británico, tanto en el Nuevo Mundo como en África y Asia, donde adoptó diferentes formas. Hay mucho que decir sobre cómo incluso las formas más antiguas, incluida la esclavitud, fueron moldeadas por la lógica del capitalismo.

Pero el punto principal aquí es que, por mucho que enfaticemos el papel del imperialismo en el desarrollo económico europeo, todavía nos quedan preguntas esenciales sobre por qué los diversos tipos de imperialismo europeo fueron lo que fueron y tuvieron las consecuencias particulares y variadas que tuvieron. Mientras que podemos entender el imperio español temprano, tanto sus propósitos como sus resultados, sin invocar el capitalismo, es simplemente imposible comprender el Imperio Británico sin situarlo en el contexto del desarrollo capitalista.
 

Conclusión

Una de las lecciones más importantes que podemos aprender de Marx y de los mejores historiadores marxistas es que no tenemos que dar por sentado el capitalismo. El capitalismo es una forma social históricamente específica, con su propia lógica sistémica y sus propias contradicciones específicas, que surgió mediante procesos de cambio inteligibles, en tiempos y lugares específicos, por razones históricas específicas. Esto es de vital importancia no sólo porque necesitamos entender esas especificidades para combatir el sistema, sino también porque hay algo profundamente liberador en entender el capitalismo de esta manera y porque sin ello el socialismo es literalmente inconcebible.

Entender el capitalismo como una forma histórica específica es liberador también en otros sentidos. Así como liberar al mundo del capitalismo es una condición indispensable para liberarlo del imperialismo, insistir en la especificidad histórica del sistema capitalista siempre me ha parecido esencial para liberar al mundo de la “arrogancia cultural” occidental.

Nunca se me ha ocurrido pensar que este énfasis en la especificidad histórica del capitalismo, en su naturaleza distintiva y en su origen histórico específico, sea una especie de eurocentrismo. Por el contrario, no conozco ninguna forma más eficaz de atacar el sentido de superioridad occidental que desafiar la convicción triunfalista de que la vía occidental de desarrollo histórico es el camino natural e inevitable de las cosas.

Parece completamente contraproducente intentar cuestionar este triunfalismo apropiándose de sus supuestos más básicos sobre la naturaleza del capitalismo. Sin duda, es aún más perverso validar la superioridad del capitalismo tratándolo como el estándar universal de mérito y progreso. Es como si, al reclamar el capitalismo para sí misma, Europa se apropiara de todo lo que es bueno y progresista, como si una trayectoria histórica diferente representara un fracaso, y como si pudiéramos afirmar el valor de otras sociedades sólo si afirmamos que en realidad sí desarrollaron el capitalismo (o al menos el protocapitalismo), o que podrían y lo habrían hecho si se hubiera permitido que la historia siguiera su curso natural.

[Este texto fue publicado originalmente en la revista Against The Current no. 92, de mayo /junio 2001]

Notas


[1] Andre Gunder Frank, Reorient: Global Economy in the Asian Age (Berkeley: University of California Press, 1998).

[2] J.M. Blaut, The Colonizer’s Model of the World: Geographical Diffusionism and Eurocentric History (Nueva York y Londres: Guilford Press, 1993; y Eight Eurocentric Historians (Guilford, 2000).

[3] Colonizer’s Model, 165.

[4] Colonizer’s Model, 187–88 y 210 n.20.

[5] El debate original, con algunos agregados, fue republicado en R.H. Hilton, ed., La Transición del Feudalismo al Capitalismo (Londres: Verso, 1976).

[6] Véase especialmente sus capítulos en eds. T.H. Aston y C.H.E. Philpin, The Brenner Debate (Cambridge: Cambridge University Press, 1985). Sobre la “revolución burguesa”, véase su “Bourgeois Revolution and Transition to Capitalism”, en A.L. Beier et al., eds., The First Modern Society (Cambridge: Cambridge University Press, 1989).

[7] El argumento de Brenner sobre los Países Bajos aparecerá en una edición próxima del Journal of Agrarian Change. Tengo algunas dudas sobre ese argumento, que detallo en un artículo que también será publicado en JAC poco tiempo después de que salga el suyo.

Autor/a

Ellen Meiksins Wood (1942-2016), historiadora marxista estadounidense. Su trabajo es seguramente una de las mejores expresiones de la continuidad de la historia social británica al otro lado del Atlántico. Junto a Robert Brenner se le suele considerar como la principal teórica del marxismo político, enfrentado al estructuralismo marxista por la relevancia otorgada al análisis histórico y a la dimensión política (la lucha de clases). Wood fue editora, junto a Harry Magdoff y Paul Sweezy, de la Monthly Review y participó en el comité editorial de la New Left Review de 1984 a 1993. Obras suyas traducidas al castellano son: Democracia contra capitalismo (México, Siglo XXI, 2001), El imperio del capital (Barcelona, El Viejo Topo, 2004) y De ciudadanos a señores feudales. Historia social del pensamiento político desde la Antigüedad a la Edad Media (Barcelona, Paidós, 2012).

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