Carta a las nuevas y a las viejas militancias
Por Emiliano Calarco y Matías Blaustein
La rabia impotente
Vivimos atravesados por una catarata interminable de análisis sobre la coyuntura. Todo es urgente, todo es inmediato. Apenas ocurre un hecho, ya hay un aluvión de lecturas, interpretaciones, opiniones que intentan decirnos qué pensar sobre lo que pasó. La velocidad de los acontecimientos viene acompañada de una velocidad igual —o mayor— en la producción de sentido. Cada evento político o social parece detonar una maquinaria automática de artículos, paneles, hilos y crónicas que se reproducen y se consumen casi al instante. Un público ya entrenado para estar “informado” los recibe, los digiere, los comenta, y también genera sus propias versiones —aunque más pequeñas y con menos alcance—. Pero todo eso dura poco. Unos días, a lo sumo. Luego aparece otro tema, otro escándalo, otro dato que nos exige atención y vuelve a activar la rueda. Esta lógica se parece mucho al chisme: un ciclo constante de novedad, reacción, olvido. Lo político se volvió espectáculo, y cada semana hay que ofrecer algo nuevo que capte la atención, aunque no cambie nada de fondo. Nos mantienen en vilo, pero sin movernos de lugar.
Pero más allá de su dinámica chimentera, más allá de los oportunistas que buscan sacar provecho de este modo intensivo de producción ¿a qué se debe su éxito? Arriesgamos: esta catarata de análisis se consume para ocultar nuestra impotencia frente a la realidad. Se relata una realidad como una forma ficticia de poder intervenir sobre ella, una forma segura de decir algo sin poner en juego ninguno de los límites establecidos, se dice (mucho) para no correr el riesgo de tener que hacer, porque en el riesgo del hacer, del unir el decir con el hacer, está el límite secreto de esta democracia. La vieja tesis 11 nos dice que la filosofía se encargó de interpretar la realidad cuando de lo que se trata es de transformarla. Podríamos cambiar la frase y decir la actual militancia se ha encargado de analizar, de comentar la realidad cuando de lo que se trata es de transformarla. Los excesivos análisis, inmediatos a los acontecimientos, la ensordecedora catarata de opiniones, no hacen otra cosa que ocultar nuestro estado de impotencia; al no poder actuar en la realidad de forma efectiva creemos que analizándola la podemos transitar.
Fuimos reducidos a ser espectadores individualizados, cuando mucho comentadores de nuestra propia realidad, estamos encerrados en un laberinto de imágenes que nos hablan todo el tiempo sobre nuestra impotencia y nos impiden salir de ella. Como paradoja del avance del liberalismo, autoproclamado libertad, la completa pérdida de agencia, la terrible sensación de no poder hacer nada frente a los genocidios y represiones hoy en día transmitidas en vivo y en directo. Es necesario entender cómo llegamos a este punto donde nuestras acciones oscilan entre ser espectadores y encontrarnos -en el mejor de los casos- a la defensiva. La gran pregunta que nos motiva es ¿cómo pasar de la pasividad a la acción agenciada, de una posición defensiva a una ofensiva, es decir como retomar la iniciativa en la lucha de clases? Para abordar esta pregunta resulta necesario repasar, repensar, en primer lugar, el camino que nos hizo llegar hasta aquí.
Milei, caos y confusión: caracterizaciones promedio en la Argentina, año 2025
¿Cómo fue que compramos tan fácil -podríamos decir alegremente- esta idea de que son libertarios y anti-estatistas quienes en realidad no han venido sino a fortalecer un Estado represor, ajustador, entreguista y negacionista que aniquila conquistas, derechos y libertades populares para garantizar la ganancia empresarial, el libre mercado y el capitalismo más brutal? Pongamos algunos ejemplos tan concretos como falaces a modo de ilustración:
Premisa A: Incendios forestales, alta incidencia de cáncer en pueblos fumigados.
Conclusión A: Estado ausente.
Premisa B: Desmantelamiento de la universidad, la ciencia, la salud y el sector público en su conjunto.
Conclusión B: Achicamiento y destrucción del Estado.
Premisa C: Negacionismo y destrucción de las políticas de DDHH, ambientales y de géneros.
Conclusión C: Ser libertario es sinónimo de negar derechos y libertades.
Premisa D: Ajuste a la clase trabajadora, represión a las y los jubilados.
Conclusión D: Votaron por esto, era lo que querían, hizo todo lo que prometió.
Estos conceptos, estas caracterizaciones, todas problemáticas, confusas, contradictorias, forman parte del actual sentido común, del imaginario colectivo de buena parte de quienes hoy se oponen a las políticas de Milei. Esto implica -por un lado- una victoria pedagógico-política de Milei (y podríamos decir de sus antecesores en el gobierno, una victoria de los partidos patronales) a la hora de generar subjetividad en las masas. Esto implica -por el otro- la necesidad urgente de recuperar conceptos y caracterizaciones generados por la propia clase trabajadora con el objeto de poder ubicarnos en mejores coordenadas para, si se pretende enfrentar a un enemigo poderoso, por lo menos entender de qué enemigo hablamos. Es hora de comenzar a separar la paja del trigo si no queremos seguir por un camino pantanoso en que a los neofascistas se los toma por libertarios, a los conservadores se los llama comunistas y a los troskistas se los denomina kirchneristas, solo por dar algunos ejemplos burdos de lo que se escucha en el día a día. Tuvo que resurgir de sus cenizas el viejo y querido Osvaldo Bayer, derrumbado su monumento, para que se recuperase la memoria sobre el verdadero significado del concepto de libertario.
Así las cosas…
¿Recuerdan cuando caracterizábamos la última dictadura militar como “Terrorismo de Estado”? Pareciera ser que según el actual sentido común reinante deberíamos haber hablado en realidad de un Estado ausente que no estuvo, o se olvidó de estar para evitar las detenciones, las torturas y las desapariciones.
¿Recuerdan cuando ante la desaparición y asesinato de Santiago Maldonado gritábamos “el Estado es Responsable”? Hoy parece que en realidad lo que quisimos decir es que -durante el macrismo- el Estado se achicó tanto que no pudo ayudar a Santiago Maldonado a no “ahogarse”.
¿Y cuándo hablábamos de extractivismo como política de Estado? Ahora en cambio los incendios, las inundaciones, las sequías, las contaminaciones, los enfermos y los muertos son testigos mudos de un Estado ausente, que no estuvo, jamás pasó por ahí a cuidarlos, a maternarlos. Parece que no hubo un Estado responsable de tales desdichas.
¿Recuerdan cuando libertario era sinónimo de anarquista, de apoyo mutuo, de solidaridad? ¿O se acuerdan de la firmeza del brazo libertario, aquella de “Hasta Siempre”, la canción de Carlos Puebla? Hoy unos y otros podrían -pareciera ser- haber militado en las filas de Milei, si tan solo fuera por lo rápido que el progresismo y buena parte de la izquierda ha decidido regalarle tan caro concepto a La Libertad Avanza.
¿O no se habla de Estado genocida para caracterizar hoy al de Israel, o ayer al de España y Argentina en relación con las mal llamadas “Conquista de América” “Conquista del desierto” o en relación con la Masacre Pilagá? Quizás, siguiendo el derrotero del revisionismo actual deberíamos llamarlos “Estados libertarios”. O quizás les convenga mejor el rótulo de “Estados ausentes”, aquellos que no pudieron evitar que se lleven a cabo tales catástrofes (seguimos en modo ironía ON, aclaramos).
¿Recuerdan cuando Milei prometió perseguir a los zurdos, acabar con la ideología de género, cerrar el CONICET, terminar con la casta, no descargar el ajuste sobre el pueblo, ni sobre los jubilados? ¿No será que prometió muchas y diferentes cosas -incluso contradictorias- como para luego cumplir aquellas que sirven a ricos y poderosos incumpliendo con aquellas que sonaban bien en los oídos del pueblo trabajador? ¿No habíamos escuchado ya antes el canto de las sirenas cuando aquello del “salariazo y revolución productiva”, o con eso de “terminar con esta fiesta para unos pocos”? Segmentar el discurso y mentir, nada nuevo bajo el sol: ajuste y palos para el pueblo, toda la casta de vuelta (Bullrich, Caputo, Scioli y tantos otros), juntándola en pala.
¿Destruir el Estado? Una polarización ficticia: lejos de un Estado ausente, lo que brilla es un estado de fuerte (y premeditada) confusión
Cada vez que una institución o espacio público está en juego vemos como se activa cierto sentido común que habla de achicamiento o retirada del Estado. Entendemos que esa idea caló hondo en el pueblo argentino y casi como un reflejo éste, incluida buena parte de una izquierda cada vez más desorientada, sale a defender al Estado -como si estuviera en riesgo- en lugar de defender al sector público, a sus laburantes. Como si no fuera el propio Estado quien destruye conquistas, derechos, vidas en connivencia con los intereses corporativos.
Este sentido común se sostiene en una idea de que existe una oposición natural entre el Estado y el Mercado a los cuales se le asignan categorías morales, uno es bueno y el otro es malo o a la inversa según quien cuente el relato. De este razonamiento se desprenden formas de lucha e imaginarios que terminan empantanando luchas y nos impiden una identificación real de nuestros enemigos, pero sobre todo de nuestros propios intereses de clase. Por más que para gran parte de lo que se llama el campo popular suene contraintuitivo hay que decirlo: el Estado no te cuida, el Estado no garantiza derechos, ni es una herramienta de igualación social. El Estado, en tanto que relación social de dominación de una clase minoritaria y privilegiada sobre una clase mayoritaria cada vez más pauperizada, es un elemento imprescindible para el funcionamiento del capitalismo, y lo es en todas sus versiones ya sea entregando recursos o realizando genocidios. Pero sobre todas las cosas sin Estado no hay dictadura del Mercado. Se sirven mutuamente.
Sabemos que los discursos de los políticos del régimen se apoyan en esta confusión, no es inocente. Todos saben que a ellos, los de arriba, el Estado sí los salva, garantizando la protección de sus privilegios.
Pensar que el “Estado presente” soluciona los problemas que tiene la clase trabajadora, que juega un rol “igualador” en la sociedad interviniendo en los mercados para “reparar sus fallas” es sólo una ilusión y no es menos fetichista que la idea de que el mercado se autorregula. Como tal, el fetichismo, lo que hace es transferirle propiedades a algo que en realidad no tiene, su función es mantenernos encadenados a una ilusión sin poder identificar el camino correcto. Pero este fetichismo estatal lo que realmente oculta es nuestra existencia en tanto trabajadores, en tanto clase social que está en lucha con otra, es decir oculta la lucha de clases, el verdadero terreno donde se consiguen conquistas y el único donde se le puede poner un límite al capitalismo.
Al soslayarse la lucha de clases, al fragmentarse la clase trabajadora, dispersa y desorientada, es presa fácil de las promesas y la ilusión de un Estado presente, de bienestar, identificándose con él. En esta operación de supervivencia hay una trampa: se reemplaza la lucha de clases por una lucha imaginaria entre Estado y Mercado. Se mutila nuestra imaginación política al punto de que no se pueda pensar en nada que no sea un “Estado presente”. Ante el avance del neofascismo, sectores progresistas y de izquierda repliegan sobre el Estado en lugar de replegar sobre la clase. Y curiosamente, por más que lo nieguen quienes son parte de esta política estatista, quedan a merced de una curiosa pero antigua política individualista: las elecciones burguesas, que se presentan como única política valida, una suerte de sucedáneo de democracia que invisibiliza el proceso de delegación en los aparatos partidarios que sostienen tanto al Estado como a su socio, el propio capitalismo. Cómo decíamos más arriba no es algo inocente, es una operación política que tiene como objetivo eliminarnos a lxs trabajadorxs en tanto sujetos para poner en ese lugar al Estado, reduciéndonos al papel de espectadores y comentadores que ven la realidad a través de una pantalla, cual si fuera el fútbol de los domingos.
Es sobre este mito del Estado presente desde donde se construye la idea del reformismo y el parlamentarismo (que contiene al peronismo, al radicalismo y a buena parte de la izquierda nacional), claro límite con el que nos encontramos quienes queremos construir una política de intención revolucionaria. El no emerger como sujetos, el delegar la política en el aparato estatal y en sus representantes, el pretender disputar el Estado (¿cómo podría disputarse una relación social de dominación burguesa?) en lugar de apostar a la lucha de clases, es el terrible aprendizaje del genocidio militar. Pero ¿por qué tiene tanto éxito el reformismo y la delegación en nuestro país? Porque el proletariado, cuando emerge como sujeto, como autoconciencia, como clase, cuando de forma autoorganizada toma en sus manos su destino une la palabra con la acción, así fabrica su verdad. Pero esta verdad resulta inaceptable para la clase dominante, en tanto y en cuanto conlleva un peligro de muerte y es por eso que centra buena parte de sus recursos en instalar una ilusión, una ficción, una fábula que nos es ajena, y que resulta sostén fundamental del actual sistema-mundo.
Las consecuencias de una historia sin nosotrxs
El Estado presente ha funcionado como una suerte de caballo de troya para (o contra) la clase trabajadora. En los últimos años fuimos testigos de situaciones realmente incoherentes en las que señalábamos al Estado como responsable por la desaparición y muerte de un compañero y a los días se hablaba de fortalecer al Estado para garantizar derechos, para recuperar la Nación. Estas incoherencias no fueron gratuitas y erosionaron la confianza en sindicatos, centros de estudiantes, corrientes políticas, etc. que priorizaron la vida política del Estado a la intervención dentro y para la clase trabajadora. Hablamos de paros selectivos según el gobierno de turno, de tolerancia extrema a la precarización de la vida, al aumento -gobierno tras gobierno- de la pobreza, con tal de no dañar la gobernabilidad, de garantizar años electorales, de no “hacerle el juego a la derecha”. Una parte no menor de la clase trabajadora escuchaba esos discursos y miraba las prácticas que de él se desprendían e intuitivamente desconfiaba. El laburante de a pie, por más que se lo subestime una y otra vez, tiene muchas veces formas más materialistas de pensar que las militancias que se encierran en relatos, ideologicismos y construcciones idealistas. Esto es un índice de hasta qué punto las tendencias políticas están colonizadas por el mito del Estado benefactor. Estas personas “sueltas” que no sostienen compromisos con corrientes políticas suelen tener menos problemas en percibir y señalar las incoherencias de los distintos discursos que circulan en el campo popular. El voto castigo, la bronca, el malestar habla más de la confusión en que se ha venido sumiendo el intelectual progresista y la socialdemocracia que de las equivocaciones o la presunta fascistización de un pueblo que encuentra en las elecciones la libertad de elegir entre el hambre y las ganas de comer. En definitiva, confundir al Estado con el cuerpo propio resulta letal. Pero entonces si el Estado, en definitiva, no es nuestro cuerpo, si no es cierto que el Estado somos todos ¿cuál es nuestro cuerpo? ¿Cuál es el colectivo del que formamos parte?
Nuestro cuerpo es un cuerpo colectivo, es el cuerpo de la clase trabajadora. La última vez que en nuestro país mostró su potencia sublevada fue en diciembre de 2001, el momento bisagra donde se corrieron los límites impuestos por la última dictadura militar, donde el pueblo deliberó y actuó, no a través de sus representantes sino a través del poder directo, recuperando el valor original del término democracia. Más allá de algunos dignísimos fogonazos acaecidos durante los gobiernos de Macri y Milei, en términos generales, luego del 2001 -y muy consciente de esto- la clase dominante decidió que teníamos que olvidar esa experiencia e incluso renegar de ella, transformando un hecho virtuoso, una pueblada contra el ajuste y el estado de sitio, en una historia de llanto. Fue cuando el reformismo tomó las riendas y reescribió el 2001 en formato de tragedia.
Estas formas de ver y hacer política se expandieron e hicieron mella en las conciencias, tal es así que durante los últimos momentos del kirchnerismo se tildaba a toda experiencia que no tuviera como objetivo y centro de gravedad al Estado como marginal. La militancia pasó de luchar y crear poder popular a aplaudir jefes y caudillos. La acción callejera, la acción directa encontró su techo en el marchódromo, una nueva institución cuyas tácitas reglas implicaron en la práctica el señalamiento como servicio de cualquiera que tirase una piedra, como infiltrado aquél que pintara un grafiti o prendiera un fósforo. Se extinguieron por completo los imberbes, devenidos en poco más que aplaudidores. La putrefacción del orden político arrastró a buena parte de la izquierda, que le encontró el gusto a ser furgón de cola en las elecciones burguesas, que se encontró cómoda y confortable en las tribunas del parlamento de una democracia de la derrota.
La eliminación de la historia del movimiento piquetero, el ocultamiento de su origen fue una técnica de desarme de la clase trabajadora por parte de la clase dominante. Lo sorprendente fue el éxito que tuvo, hasta qué punto penetró en las consciencias que se movilizaron durante la década del 90 y los primeros años 2000 y renegaron de sus propias experiencias. El desarme, el olvido de lo aprendido y de la propia capacidad de fuego fueron realmente profundos. Pero entonces, en definitiva ¿qué hacer para no repetir esa experiencia? E incluso una pregunta aún más delicada: ¿cómo hacer?
Si existen derechos es poque los precedieron las conquistas. Pretender que nos regalaron derechos es creer en una historia en la que lxs trabajadorxs estamos ausentes, es entregarse a una historiografía de derechas donde sólo los ricos y poderosos son relevantes. Si después del estallido del 2001 existió un periodo de cierta recomposición salarial para varios sectores de la clase no fue gracias a un gobierno ni al Estado, fue porque la revuelta popular corrió los límites de la opresión establecidos por la dictadura y no era posible gobernar sin hablar ni de derechos humanos ni sin modificar (mínimamente) la distribución del excedente. Agradecer nuestras conquistas a distintos gobiernos es no reconocernos en nuestro propio recorrido, en quienes lucharon antes. Nuestros derechos más recientes se los debemos a los muertos del 2001, a quienes lucharon en soledad en medio de la frivolidad de los 90, para todes elles nuestro reconocimiento. Si nuestro enemigo pudo avanzar tanto en el terreno simbólico es porque previamente fuimos expropiados de nuestra experiencia como clase, de poder reconocernos como parte de ella y de poder reconocer a otros también como parte de ella: rompieron la semejanza que podíamos tener. y de nuestra capacidad de producir nuevos símbolos. Esta expropiación vuelve a ocurrir en el 2019: se le adjudica nuevamente al peronismo, y a la visión estratégica de la jefa -al proponer la fórmula Fernández (A)-Fernández (C)-, la victoria sobre Macri. El albertismo y sus seguidores confundieron una victoria popular anti-macrista y anti-ajustadora, gestada a través de batallas que se dieron a lo largo de 4 años, con una victoria propia. El desastre todavía está a la vista. Es urgente ser protagonistas, romper con la delegación y la espectacularización de la política -la política transformada en espectáculo y en territorio de hiper especialistas-. De no poder romper el límite que nos impuso el neoliberalismo vamos a estar condenados al encierro cíclico que nos propone este esquema político.
Ese cuerpo ausente hay que rescatarlo de la historia reducida, recuperando a esos héroes y heroínas cotidianos que han venido haciendo política desde la base. El cuerpo de la clase trabajadora no es Estado ni es Capital, por el contrario es una colorida amalgama que despierta en las barriadas, que labura de sol a sol, incluso por las noches o con horarios rotativos, resiste en los territorios, sufriendo olvidos y extractivismo, duerme pocas horas intentando olvidar las opresiones diarias que se descargan en sus cuerpos. La clase trabajadora es lo otro de Estado y Capital. No tiene otra forma de ser.
Entonces ¿Qué es el Estado?
La visión aquí expuesta parte del entendimiento del Estado como una construcción social que implica, esencialmente, una relación social de dominación. Históricamente, la burguesía ha promovido la idea de un Estado neutral, árbitro de los conflictos sociales y garante de la conciliación entre clases, fomentando así la noción de “identidad nacional” y “unidad estatal”. Sin embargo, esta idea encubre su verdadero carácter: el de instrumento para organizar y legitimar las disputas internas entre fracciones de la propia clase dominante, que compiten por el control del aparato estatal sin cuestionar su existencia ni el orden capitalista que sostiene.
Se diferencia entre el Estado y el gobierno: mientras el primero es la estructura permanente garante de la dominación capitalista, el segundo es la gestión concreta y cambiante de esa estructura, determinada por la facción de la burguesía que logre hegemonía en determinado momento. Aun así, ambos están en constante relación dialéctica y deben ser comprendidos como partes de un mismo entramado. El gobierno no se limita a los actores visibles ni a los espacios formales de decisión, sino que incluye una red compleja de intereses, actores e influencias que disputan poder y sentido dentro del Estado.
El Estado no solo posee el monopolio legítimo de la violencia, sino también de la toma de decisiones, lo cual reduce la participación directa de la sociedad en los asuntos públicos y promueve la delegación política como forma de desmovilización. Este consenso social, construido ideológicamente, fortalece la legitimidad del Estado y su papel de mediador, aunque en realidad actúa como garante del orden capitalista. A través de su aparato disciplinador, el Estado otorga concesiones limitadas para evitar estallidos sociales, cambiando algo para que nada cambie. Un ejemplo de esto fue la recomposición estatal tras la crisis de 2001, cuando el kirchnerismo incorporó demandas del ciclo previo de luchas sociales para restaurar la institucionalidad, sin romper con la lógica del capital.
En esta concepción, el Estado es el garante de la reproducción de la relación capital-trabajo y, por ende, cumple un rol central en asegurar tanto la existencia del capital como la reproducción de la clase trabajadora. Desde su origen, el Estado moderno ha mercantilizado los elementos esenciales de la vida –tierra, trabajo, cuerpos, dinero– organizando la sociedad bajo las reglas del mercado. En este contexto, la fuerza de trabajo se convierte en mercancía, y el acceso a bienes básicos queda supeditado a la capacidad de insertarse en el mercado laboral.
El Estado puede intervenir en los procesos de mercantilización (cuando exige vender fuerza de trabajo para acceder a bienes y servicios) o desmercantilización (cuando garantiza derechos independientemente del salario). Esto depende de la lucha de clases y de las necesidades del capital. Así, existen políticas públicas que apuntan a sostener la fuerza de trabajo: transferencias monetarias, servicios colectivos como educación, salud y transporte, o subsidios. En momentos de mayor conflictividad, el Estado puede mejorar condiciones de vida para contener el malestar social; en momentos regresivos, como el actual, puede avanzar en la mercantilización y privatización.
Por este motivo nos alejamos de aquellas visiones que consideran que ante modelos con mayor énfasis (neo)liberal -como ahora con Milei- existirá un Estado ausente, una destrucción del Estado o un “Estado mínimo”, donde solo se aboca a cumplir la función de gendarme ante la protesta social. Uno de los momentos donde más intervención y actividad tuvo el Estado fue, justamente, durante las décadas en que se dieron las privatizaciones, la modificación nada menos que de la Constitución Nacional, el desmonte rápido y efectivo de las características que aún subsistían del “Estado benefactor”, la batería de medidas de flexibilización laboral, etc. Todas estas nos hablan de una dinámica de ofensiva del Estado; no pudiéndose hablar jamás de un “Estado ausente”. Bien vale esa caracterización para el actual gobierno de Milei. Para muestra basta un botón: ni las furiosas represiones del gobierno de Milei a los jubilados, ni la regulación del dólar, ni la estafa de las criptomonedas operan por fuera de la órbita del Estado. Por el contrario, este gobierno se vale de todos los engranajes del Estado para llevar a cabo sus políticas. El mito del Estado ausente, en definitiva, encuentra su precuela en aquella parodia del Estado maternal o del Estado que te cuida.
A correr el horizonte de lo posible: por una política de la clase trabajadora anticapitalista, antifascista y antiestatalista
La democracia que heredamos de la última dictadura resultó signada por una estrategia del poder para desactivar la movilización y disciplinarnos a delegar el poder en otros. Aprendimos a obedecer: no importa a quién se vote, el resultado es siempre el mismo: un proyecto de saqueo, extractivismo y ganancias para unos pocos. Una democracia de la derrota, donde los de abajo resultan convidados de piedra.
Cualquier proyecto que pretenda enfrentar este orden de manera decidida tiene que romper con las reglas del juego. No alcanza con oponerse a Milei: hay que oponerse con igual dureza a las condiciones que lo hicieron posible. La lucha real es contra el sistema que parió no solo a los Milei y a los Macri sino también a los Massa, los Scioli y los Alberto Fernández. Mientras tanto, la tarea es clara: movilizar, organizar, construir poder desde abajo, con una agenda propia, la de la clase trabajadora, la de los pueblos que no se resignan.
Sólo desbordando al Estado y al mercado podemos correr los límites de lo posible. Nuestras historias de lucha, nuestras resistencias siguen vivas y nos marcan el camino. Volver a mirar lo que hicimos y lo que nos hicieron es clave para entender cómo pelear hoy.
La oposición que necesitamos no es la que pide “más Estado” o la que sueña con un Estado benefactor, un Estado que rima con Patriarcado. No se trata nunca de un Estado ausente, se trata de un Estado que actúa —y mucho— pero siempre en favor de los poderosos. Es el mismo Estado que asesinó, que saqueó, que contaminó, que empobreció. El mismo que hoy sostiene a Milei para profundizar el ajuste y no para autodestruirse. No hay Estado neutral: hay Estado al servicio del capital.
Defender lo público no es pedir por más presencia estatal. Es construir lo común desde el pueblo, desde el abajo, con otras lógicas: de solidaridad, de afecto, de cuidado, de organización popular. Lo público, lo popular, lo comunal no se le suplica al Estado: se construye en los barrios, en las asambleas, en las luchas.
Es hora de abrir de nuevo un debate estratégico, de dejar de tapar los agujeros de un sistema que se cae a pedazos. No más parches ni “males menores”. La tarea es más profunda: reencontrarnos, reconstruir el tejido social, abrazarnos en la bronca y en la esperanza, y empezar de una vez por todas a levantar un proyecto nuestro. Popular, feminista, rebelde, comunitario. Una democracia verdadera, desde abajo. Para recuperar la vida y los sueños que nos arrebataron.
Es la hora de la militancia. De una militancia que no tiene como tarea sostener un orden político moribundo que se derrumba. De una militancia que sueña con un mundo nuevo y que hoy se vuelve a ilusionar.